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Felipe Martínez Marzoa - El saber de la comedia

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Felipe Martínez Marzoa El saber de la comedia

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En el comienzo de Las aves dos atenienses inequívocamente tales dos - photo 1

En el comienzo de «Las aves» dos atenienses inequívocamente tales, dos personajes que tienen en principio y como punto de partida un claro «a dónde» de su pertenencia, a la vez se encuentran en un cierto «ninguna parte» cuya única ambición (más bién no-ubicación) es precisamente la lejanía. Sus «guías», es decir, sus desorientadores y desencaminadores, son en ese lugar, más exactamente en ese no-lugar, sendas aves, con lo que ya el elemento de las aves, el «aire», empieza a interpretarse como el «fuera», a la vez que el «fuera», encontrado hasta ahora en los más variados aspectos de la forma del género comedia, y ahora reconocido también en la configuración escénica del arranque de «Las aves», resultará ser además la base de la «trama».

Felipe Martínez Marzoa El saber de la comedia ePub r10 Titivillus 020417 - photo 2

Felipe Martínez Marzoa

El saber de la comedia

ePub r1.0

Titivillus 02.04.17

Felipe Martínez Marzoa, 2005

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Prólogo El presente trabajo surge como nexo entre dos líneas de investigación - photo 3

Prólogo

El presente trabajo surge como nexo entre dos líneas de investigación practicadas por el autor, las cuales, si bien en el fondo responden ambas a un mismo problema, hubieran podido hasta aquí asumirse como relativamente independientes la una de la otra. Había, por una parte, cierta comprensión de Platón en la que es central la cuestión del diálogo mismo como «género» o «forma donde aparece una «historia» de géneros en la que adquiere un sentido la secuencia épos-mélos-tragedia. Saltaba ya a la vista que el diálogo de Platón (y con él la constitución de lo que luego será la categoría «filosofía») no tiene su raíz en «filosofía» alguna precedente (bien al contrario, el concepto de ese precedente resulta anacrónicamente de la exigencia de que allí haya algo que corresponda a la posterior categoría), sino precisamente en aquella «historia» de los géneros con la que nos habíamos encontrado desde la presuntamente otra de nuestras líneas de investigación. Pero los mismos contenidos que reclamaban esto hacían también evidente que algo estaba por ver entre lo uno y lo otro, entre, por una parte, épos-mélos-tragedia y, por la otra, el diálogo de Platón. Con el presente libro creo aportar algo a la definición del problema.

Barcelona, septiembre de 2002

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Hacia una hermenéutica de los géneros poéticos griegos

La expresión «géneros poéticos» tiene de entrada carácter elusivo en varios aspectos. El de más fácil mención es que evitamos hablar de géneros «literarios» por la relativamente sencilla razón de que, si bien todo el decir al que nos referimos se escribe, y ello —con algunos matices— ya en origen; en todo caso, es una relación con la escritura distinta de la que habrá después. Esto queda claro solamente si también ya de entrada explicitamos que por «griego» y «Grecia», en el título de este capítulo y en el uso marcado que hagamos de estas palabras, entenderemos algo que va desde Homero hasta el final de la época clásica, definición provisional en la que la palabra «Homero» significa el peculiar sello poético de la Ilíada, eso que tantas veces se ha relacionado con cosas como cierta pintura «geométrica» sobre vasos, es decir, eso que ocurre emergiendo de una llamada «edad obscura». Por de pronto no llamamos «Grecia» ni «griego» a algo anterior, aunque en algún sentido técnico-lingüístico la lengua sea también el griego, y se entenderá que esta opción terminológica es consecuente con el hecho de que, al menos, no puede haber para eso anterior materiales que nos permitan conectar con las problemáticas que vamos a desarrollar. Por el otro lado, a lo que vendrá después de Aristóteles no le llamaremos Grecia, sino Helenismo; también en esto se reconocerá que la terminología es, al menos, funcional y aclaratoria en relación con las cuestiones y los contenidos que gobiernan este trabajo.

Vayamos más allá en la constatación de las elusiones. La palabra «género», aun dando por entendido que el contexto es el de lo «poético» y aun empleada como mero comodín, suscita malentendidos, porque conecta aparentemente con esos usos habituales de adjetivos como «épico» o «lírico» en los que la operación subyacente es la de meter de alguna manera en el mismo saco a Homero con el Mahabharata y, respectivamente, a Píndaro con los salmos hebreos, procedimiento que no aclara nada ni da lugar a concepto alguno. Aquí no se trata de eso, sino que la noción «géneros» alude a una experiencia ya vieja en los estudios específicamente referidos al corpus griego, en los cuales el estudioso no aporta ninguna definición presuntamente universal de cosas como lo «épico», etcétera, sino que se ve obligado por el material mismo que tiene delante a reconocer como «género» cierto fenómeno muy consistente y preciso, cuya definición abarca de manera coherente distintos planos (o lo que quizá sólo para nosotros son planos distintos), pues empieza por una determinada selección de las variantes de habla, selección que no es un dialecto, sino precisamente un habla de género, sigue por delimitaciones concernientes al ritmo (asunto este sobre el que volveremos más abajo) e incluye también particularidades del modo de secuencia de los contenidos.

Por otra parte, el que para evitar «literario» hayamos dicho «poético» debe dejarnos bastante insatisfechos, pues es razonable la duda de si no hemos evitado un anacronismo relativamente simple introduciendo otro mucho más escurridizo. En vano buscaremos en Grecia una delimitación específica de lo poético, y no deja de ser instructivo el que la palabra de la que finalmente se echa mano, cuando se quiere nombrar eso que nosotros retrospectivamente llamamos para allí mismo el «poeta» y su obra, sea esa que en efecto ha quedado después, a saber, algo tan inespecífico como poieîn, algo así como «hacer» o «producir», llevar a la condición o estado de érgon. Bien entendido que esto no ha de entenderse en principio o básicamente en el sentido de que el poeta «produzca» el poema, esto es, produzca lo que nosotros llamamos la «obra», sino más bien en el de lo que a continuación esbozamos. La operación del poeta tiene más primariamente o más radicalmente que otras cierto carácter que, desde nuestra distancia con respecto a lo griego, reconocemos como vinculado al hecho de que cualesquiera nociones griegas con traducciones convencionales del tipo «saber» o «decir» o «pensar» hacen referencia al andar con las cosas y habérselas con las cosas (el «saber» es siempre la destreza o pericia, el «decir» es la articulación que tiene lugar en el andar-con y habérselas-con, el «pensar» es el proyecto), lo cual es lo mismo que el que, recíprocamente, el andar-con y habérselas-con sea «poder» sólo en el sentido de können y en ningún modo en el de Macht, esto es, sea reconocimiento de la cosa en su ser propio, de modo que, por poner un ejemplo de «operación», propiamente sólo corta aquél cuyo cortar es saber por dónde de suyo hay que cortar, no aquel que corta «por cualquier parte» o «por donde quiere». Lo cual equivale a situar el conocer y reconocer en aquel mismo andar-con y habérselas-con en el que la cosa tiene lugar como aquello que ella es, que es aquel en el que ella a la vez no es, por cuanto el «es» significa a la vez la tematización y en ésta precisamente se rompe aquel ser propio de la cosa. El conocer y reconocer tiene así el carácter de «cumplir» y «llevar a cabo», a la vez que el cumplir y llevar a cabo es no otra cosa que el reconocer y dejar ser; se cumple y lleva a cabo aquello que ya de suyo es. Que para el griego eso que nosotros llamamos retrospectivamente la «poesía» sea no otra cosa que algo así como la excelencia en este «operar» está dicho ya por la primera designación que alguno de los «poetas» da a la propia condición de tal; al poeta, Píndaro le llama simplemente el

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