AA. VV. - Figuras del padre
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Traducción de los artículos de M. Schneider, Y. Knibiehler, H. Merlin y F. Hurstel: Silvia Tubert
Silvia Tubert
El objetivo de este libro, correlato de Figuras de la madre, consiste en analizar el campo semántico de la paternidad, estudiando la función paterna desde un punto de vista transdisciplinario que haga posible dar cuenta del carácter problemático que aquella presenta en la actualidad, como seguramente ha sucedido. No es difícil observar, en efecto, las transformaciones que ha sufrido la paternidad en nuestra cultura, tanto en el campo social —posición jurídica y económica— como en el subjetivo, es decir, en las formas en que se asume y se desempeña la función paterna. Estas transformaciones requieren que nos interroguemos, una vez más, acerca de lo que es un padre o, más exactamente, acerca de la definición de la paternidad.
Tal como ocurre en el caso de la maternidad, la función paterna se funda en la articulación de diferentes registros: por un lado, el orden socio-cultural, es decir, el universo simbólico con sus categorías, representaciones, modelos e imágenes del padre, que forma parte de un sistema social, político e ideológico históricamente dado y que constituye el contexto en el que se organiza la subjetividad de los seres humanos. Por otro, la construcción de esa subjetividad que integra, a su vez, dos dimensiones: si nos situamos en el terreno histórico-social podemos apreciar la configuración de lo imaginario colectivo —con sus distintos ámbitos: grupal, de clase, étnico, religioso, etc.—; si nos orientamos hacia la singularidad de cada sujeto, tanto el discurso literario como el psicoanalítico ofrecen el marco propicio para el despliegue de lo imaginario particular.
El psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la estructura edípica constituye el punto de intersección de ambos órdenes —socio-cultural y subjetivo— y que, en el marco de esa estructura, el padre opera como articulador del deseo y la ley. En este registro, la eficacia de la función paterna no se refiere a la presencia real o a la ausencia del padre en la familia, ni a sus conductas o particularidades personales evaluadas con relación a las normas que definen lo que es un padre, sino al orden del sentido y de la significación; «Es en el sentido que adquiere para un hombre el hecho de ser reconocido como padre de un niño, en el sentido que tiene su paternidad», sugiere Françoise Hurstel, y «en el sentido que tuvo ese hombre para un niño», donde se sitúa la función paterna.
Es posible concebir esta función como una invariante, aunque, como tal, se nos presente solo como una función vacía; los sentidos particulares que asuma esa función en las diversas situaciones que pueden configurarse tendrán un carácter histórico, en el doble sentido de la referencia a la historia singular de los sujetos comprometidos por esa función y de la historicidad de las figuras socio-culturales que inciden en la articulación de su significación.
De lo dicho se desprende la necesidad de adoptar una perspectiva transdisciplinaria para abordar el problema; Freud mismo, en Tótem y tabú, para hablar del padre tuvo que recurrir a una multiplicidad de discursos: el psicoanálisis clínico, la etnología, la teoría de la evolución, la historia de las religiones. Los distintos trabajos que integran este volumen muestran otras tantas formas en que los discursos y las prácticas construyen la paternidad en diversos contextos histórico-sociales. Hay, sin embargo, algunos ejes teóricos que vertebran el conjunto:
- La paternidad es una construcción cultural, por lo que tiene un carácter histórico.
- La paternidad no se puede comprender si no es en su articulación con la maternidad, como término que solo tiene sentido en el seno de un sistema de parentesco.
- Las representaciones de la paternidad —y del parentesco—, a su vez, no se pueden entender si no se las sitúa en el universo simbólico de la cultura de la que forman parte.
La primera parte, La mística de la paternidad, se ocupa de la representación mítica del padre que se encuentra en el fundamento de nuestra cultura y que le confiere «un cierto imperio primitivo sobre las almas de sus hijos, el viejo prestigio, casi mágico, de la paternidad» configurando un verdadero «culto paterno». Desde esta perspectiva, mi artículo «El nombre del padre» se centra en la asimetría radical que el pensamiento occidental establece entre los principios materno y paterno: el primero se naturaliza en tanto que el segundo se eleva a la categoría de principio espiritual, tal como se puede apreciar en diversos dominios, como la filosofía, la teología monoteísta y la lingüística. Tras mostrar las conexiones existentes entre la desmaterialización del padre en la teoría aristotélica de la procreación, la concepción monogenética de la creación propia de toda tradición monoteísta y la primacía del nombre del padre en las lenguas indoeuropeas, en las que se aproxima a un principio divino —en tanto que la madre permanece asociada a la materia, a lo terrestre—, el texto critica los alcances de los conceptos lacanianos de nombre-del-padre, metáfora paterna y falo.
En efecto, si la legitimación del hijo depende, en todas las sociedades conocidas, de la institución del matrimonio en su función significante, según la amplia definición que proporciona K. Gough —para dar cuenta de una serie de casos «atípicos»—, debemos concluir que la función metaforizante que nos permite acceder al orden simbólico y constituimos como seres humanos, sujetos de deseo, portadores de cultura, no puede asimilarse en exclusiva a la metáfora paterna instituida por el nombre-del-padre. Este solo adquiere su valor significante, su poder de legitimación del niño, en el marco de alguna forma de institución matrimonial (en un sentido amplio, que solo supone la relación entre la madre y alguien más, sobre quien no recaiga la prohibición del incesto). Los términos introducidos por Lacan —metáfora paterna, nombre-del-padre— en su explicación del complejo de Edipo son un resultado de la identificación de la función significante que articula la diferencia de los sexos y la diferencia de las generaciones con la función que desempeña el padre en todo sistema patriarcal. No es el padre, como tal, el que tiene una función metafórica, sino que el mito, que da cuenta de esta función, se la asigna al padre; la teoría corre el riesgo de confundir el relato mítico con la estructura del mismo.
Al fundar la filiación y la estructuración del sujeto exclusivamente en la inscripción del nombre del padre, que simultáneamente supone el corte con la madre, parece afirmarse la creencia de que, como seres humanos, nacemos solo de un progenitor. El problema radica en dar cuenta de la constitución del sujeto sexuado de otro modo que mediante una lógica binaria que limita las posibilidades a presencia o ausencia del significante fálico —que no deja de mentar, aunque se afirme lo contrario, al órgano masculino en tanto que real. Hasta el momento ha sido impensable una explicación de la organización de la diferencia sexual que no tome al falo como único referente; esta imposibilidad se correlaciona con otras categorías impensables en el marco de la cultura y nos remite a las teorías monogenéticas de la procreación y a la identificación de la función simbólica con la función paterna, cuyo correlato es la naturalización de la función materna, que se construye como ajena a lo simbólico.
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