Alan Watts - El camino del Zen
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- Libro:El camino del Zen
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1957
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El camino del Zen: resumen, descripción y anotación
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Por fortuna no sólo nos es posible oír hablar del Zen sino también verlo. Como una muestra vale por cien frases la expresión del Zen en las artes nos proporciona uno de los medios más directos para comprenderlo. Y ello es así sobre todo porque las formas artísticas creadas por el Zen no son simbólicas en la misma forma en que lo son los otros tipos del arte budista o el arte «religioso» en general. Los temas favoritos de los artistas zen, tanto los pintores como los poetas, son lo que nosotros llamaríamos las cosas naturales, concretas y seculares. Aun cuando tratan del Buddha, de los Patriarcas o de los maestros del Zen, los pintan de una manera peculiarmente terrenal y humana. Hasta en la pintura se considera que la obra de arte no sólo representa la naturaleza, sino que ella misma es una obra de la naturaleza, pues ya la técnica implica el arte de la ausencia de artificio, o lo que Sabro Hasegawa ha llamado el «accidente controlado», de modo que los cuadros se pintan con la misma naturalidad como las rocas y pastos que ellos representan.
Esto no significa que las formas del arte Zen queden libradas al mero azar, como si fuéramos a sumergir una víbora en un tintero y luego la dejáramos culebrear sobre una hoja de papel. Más bien quiere decir que para el Zen no hay dualismo ni conflicto entre el elemento natural del azar y el elemento humano del control. Las potencias constructivas de la mente humana no son más artificiales que los actos que forman a las plantas y a los animales, de modo que desde el punto de vista del Zen no hay contradicción al decir que la técnica artística consiste en ejercer una disciplina espontánea o una espontaneidad disciplinada.
Las formas artísticas del mundo occidental nacen de tradiciones espirituales y filosóficas, en las cuales el espíritu está divorciado de la naturaleza y baja del cielo a trabajarla como una energía inteligente sobre una materia inerte y recalcitrante. Por ello Malraux habla siempre del artista que «conquista» a su medio como nuestros exploradores y hombres de ciencia hablan también de conquistar montañas o el espacio. En oídos chinos o japoneses estas expresiones adquieren un sonido grotesco. Hay que tener en cuenta que cuando trepamos una montaña no sólo nuestras piernas sino la montaña misma es la que nos eleva, y que, cuando pintamos, el pincel, la tinta y el papel determinan el resultado tanto como nuestra propia mano.
El Taoísmo, el Confucianismo y el Zen expresan una mentalidad que se encuentra en este universo como en su casa, y que considera al hombre como parte integrante de su ambiente. La inteligencia humana no es un espíritu lejano que ha sido enjaulado, sino un aspecto de todo el organismo muy complicadamente equilibrado que constituye el mundo natural, cuyos principios fueron explorados por primera vez en el Libro de los cambios. El cielo y la tierra son por igual miembros de este organismo, y la naturaleza es tanto nuestro padre como nuestra madre, puesto que el Tao por medio del cual obra se manifiesta originariamente en el yang y el yin: los principios masculino y femenino, positivo y negativo que, en equilibrio dinámico, mantienen el orden del mundo. La idea básica que encontramos en la raíz de la cultura del Lejano Oriente es que los opuestos son relativos y por ende fundamentalmente armónicos. El conflicto es siempre comparativamente superficial, pues no puede haber conflicto de fondo cuando los pares de opuestos son recíprocamente interdependientes. Por esta razón nuestras rígidas divisiones de espíritu y naturaleza, sujeto y objeto, bien y mal, artista y medio, son totalmente extrañas a esta cultura.
En un universo cuyo principio fundamental es la relatividad más bien que la guerra, no hay finalidad porque no hay ninguna victoria que conseguir, ningún fin que alcanzar. En efecto, todo fin, como la palabra misma lo dice, es un extremo, un opuesto, y existe sólo en relación con el otro fin. Como el mundo no va a ninguna parte, no hay prisa. Mejor es que cada uno lo «tome con calma», como hace la naturaleza, y así en la lengua china los «cambios» de la naturaleza y la «calma» son la misma palabra: i a. Esto constituye un primer principio en el estudio del Zen y de cualquier arte del Lejano Oriente: la prisa, y todo lo que ella implica, es fatal, pues no hay meta que alcanzar. Desde el momento en que se concibe una meta se hace imposible practicar la disciplina del arte, dominar el rigor mismo de su técnica. Bajo la mirada crítica y vigilante de un maestro se puede practicar la escritura de caracteres chinos durante días y días, meses y meses. Pero el maestro vigila como un jardinero cuida el crecimiento de un árbol, y quiere que su alumno tenga la actitud del árbol: la actitud de crecimiento sin finalidad para el cual no hay atajos porque cada etapa del camino es a la vez principio y fin. Así el maestro más cumplido, como el principiante chapucero, jamás se congratula de haber «llegado».
Por paradójico que pueda parecer, la vida con una finalidad carece de contenido y de significación. Continuamente avanza de prisa y todo se le escapa. Al no apresurarse, a la vida sin finalidad no se le escapa nada, pues sólo cuando no hay ni meta ni precipitación los sentidos humanos están plenamente abiertos para recibir el mundo. Al no haber prisa nos libramos también de ciertos choques con la marcha natural de los hechos, especialmente cuando tenemos la impresión de que el curso de la naturaleza sigue principios que no son ajenos a la inteligencia humana. Pues, como hemos visto, la mentalidad taoísta no hace ni fuerza nada sino que «cultiva» o «deja crecer» todo. Cuando se considera que la razón humana expresa el mismo equilibrio espontáneo entre yang y yin que el universo natural, entonces no se tiene la sensación de que los actos que el hombre ejerce sobre su ambiente constituyen un conflicto, o una acción proveniente desde fuera. Por tanto la diferencia entre forzar y cultivar no puede expresarse en términos de indicaciones específicas acerca de qué es lo que debe hacerse y qué es lo que no debe hacerse, pues la diferencia reside principalmente en la calidad y en la manera de sentir la acción. Es difícil describir estas cosas a personas de mentalidad occidental porque la gente que anda de prisa pierde la capacidad de sentir.
Quizá sean la pintura y la poesía las que mejor nos permitan comprender la expresión artística de esta actitud global. Aunque pudiera parecer que las artes del Zen se limitan a las expresiones más refinadas de la cultura, debe recordarse que en el Japón casi toda profesión u oficio es un do, es decir, un Tao o Camino, análogo a lo que en Occidente solía llamarse un «misterio». En cierto modo, cada do fue una vez un método laico de aprender los principios encarnados en el Taoísmo, el Zen y el Confucianismo, casi como la moderna Masonería es una supervivencia de épocas en las que el oficio del albañil (mason) era un medio de iniciación en una tradición espiritual. Aún en la Osaka moderna algunos de los comerciantes más antiguos siguen un do o método comercial basado en shingaku, sistema psicológico estrechamente vinculado al Zen.
Tras la persecución del Budismo chino en 845, el Zen durante algún tiempo fue no sólo la forma de Budismo dominante, sino también la influencia espiritual más poderosa en el desarrollo de la cultura china. Esta influencia llegó a su apogeo durante la dinastía Sung meridional (1127-1279). Durante esta época los monasterios zen se convirtieron en los principales centros de la erudición china. Eruditos seglares, tanto confucianistas como taoístas, los visitaban y se quedaban a estudiar en ellos durante algún tiempo, y los monjes zen a su vez se familiarizaban con los estudios clásicos chinos. Como la escritura y la poesía se contaban entre las principales preocupaciones de los eruditos chinos, y como la manera china de pintar es muy afín a la escritura, los papeles del erudito, del pintor y del poeta no estaban muy separados. El caballero erudito chino no era un especialista, y limitar sus intereses y actividades a asuntos puramente «religiosos» iba contra la naturaleza del monje zen. Como resultado hubo un fecundo cruce de tareas filosóficas, eruditas, poéticas y artísticas, en las cuales el sentimiento taoísta de «naturalidad» se convirtió en la nota dominante. En esta misma época Eisai y Dogen vinieron de Japón y luego volvieron a su patria con el Zen, y fueron seguidos por una incesante corriente de monjes eruditos japoneses ansiosos de volver a su país no sólo con el Zen, sino con todos los demás aspectos de la cultura china. Barcos cargados de monjes, que casi equivalían a un monasterio flotante, iban y venían entre China y Japón, llevando no sólo sutras y libros clásicos chinos, sino también té, seda, cerámica, incienso, cuadros, drogas, instrumentos musicales y todos los refinamientos de la cultura china, para no mencionar a los artistas y artesanos chinos.
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